por Clara Viñas Cortés

Sería una bobada no afirmar que sumergirse en aguas frescas cuando el calor apremia no es algo sumamente agradable, pero lo que es insufrible son los pasos previos a ese baño.

Cuando vas a regañadientes a bañarte a un sitio público, sueñas con que existiera un mando a distancia que hiciera cortar los planos de tu existencia y hacerte pasar directamente de la escena de tu llegada a la playa, aún vestida, a otra donde ya estuvieras tapada por toneladas de aguas mediterráneas. Como los planos de las películas, donde se va directamente a la acción y se omiten las imágenes que el director determina inapropiadas o evidentes.

Sin embargo, en la vida real, eso es una utopía y no queda otra que enfrentarse con la máxima dignidad posible a cada uno de los segundos que separan tu escena de gorda estirada en la toalla a la de gorda que cruza la arena para sumergirse cual ballenato sudoroso.

Pero vamos paso a paso e intentemos neutralizar al máximo ese malestar que la genética nos ha proporcionado tan generosamente.

Uno: En primer lugar, hay que ir depilada de ingles, axilas y ni que sea de medias piernas, pues todo ayuda y esa idea del todo vale tiene sus límites.

Dos: Ves con un bañador discreto, pues en estas circunstancias la invisibilidad ante los hombres de que gozamos en la vida diaria falla fijo, y cuanto más estridente sea el color de nuestro bañador, más miradas magnetizaremos  y el peso de todas ellas nos hará hundirnos más y más como si taladráramos la arena.

Tres: Los pareos son una ayuda psicológica bastante útil, pues pueden ayudarnos a tapar en algunos momentos los principios celulíticos de nuestras piernas. Puedes llevarlo puesto, cual una valquiria divina, hasta instantes antes de tocar el agua con los dedos de los pies y sacártelo con la rapidez de una centella segundos antes de la inmersión. Pero vigila bien y ten bien estudiado donde vas a depositarlo y como vas a sujetarlo para que no vuele, pues acostumbran a ser muy ligeros y nuestro colega el viento suele soplar fuerte en las zonas costeras. (*)

Cuatro: Sitúate lo más cerca del mar posible y así el trayecto hacia el agua será más corto y soportable. Como las miradas hacia tu persona se situarán en su mayor parte en tu cogote, recuerda que "ojos que no ven, corazón que no siente".

Pero ahora, tras este manual de instrucciones que son perfectas en la teoría, pasaremos a relatar lo que habitualmente pasa.

Pasa, que cuando llegas a una de esas playas atiborradas de gentío, toallas, sombrillas y ruido, no hay ni un solo hueco cerca del agua. Están todos cogidos y te toca depositar tus posaderas a cien kilómetros del agua.

Pasa que, mientras te desvistes y dejas aflorar ese cuerpo serrano tuyo, notas como se clavan una a una las miradas de los que te rodean cual centenar de flechas envenenadas contra tus carnes.

Pasa que, si encima tienes el tono de piel que tengo yo que es de un blanco lechoso que deslumbra por doquier, das el cante doblemente, por gorda y por blanca nuclear.

Pasa que tus grasas quedan irremediablemente esparcidas y desordenadas cuando te estiras sobre la arena y que no estás nada cómoda en esa posición. Todos los huesos te duelen por la dureza sobre la que te encuentras y, encima, eres incapaz de levantarte con soltura y tienes que hacerlo haciendo escalas en varios países de tu propia geografía.

Pasa que los rellenos ortopédicos situados en la parte del sostén de los bañadores para gordas, que nunca he entendido porqué existen pues las gordas acostumbramos a ir sobradas de glándulas mamarias, se te mueven de sitio creando bultos inesperados e inapropiados.

Pasa que tus hijos, siempre impertinentes e insistentes como todo niño que se precie (¡Serán jodidos otra vez!) te obligan a levantarte y a moverte una y otra vez para saciar sus necesidades, mientras que lo que desearías a toda costa es quedarte bien quietecita para no llamar tanto la atención.

Pasa también que, cuando ya no aguantas ni un segundo más el peso de tanto calor sobre tu piel y decides darte un chapuzón en el agua, por mucho que intentes andar recta los desniveles de la arena y los driblings para no pisar a nadie te provocan dar algún que otro traspiés mientras tu humanidad tambalea cual gelatina descontrolada y no parece quiera dejar de vibrar.

Pasa que estás el máximo de tiempo posible en el agua pero al final tienes la piel demasiado blanda y fría, y tienes que dar otra vez ese paseíllo inhumano y eterno hacia la toalla y encima con el pelo mojado, lo que te hace estar aún un millón de veces más atractiva.

Pasa que el bañador empapado acentúa tu escultura propia, que la arena se te mete en sitios recónditos, que eres incapaz de evitar esas miradas y... entonces recuerdas el porqué no te gusta ir a la playa y porqué dirás un NO más rotundo el año próximo cuando a tu familia se le ocurra aliarse para hacer que pases ese mal rato.

Que vayan ellos, pues en las playas del mundo no hay cabida digna para las mujeres que, como yo, hemos superado la talla cuarenta y el mismo número de cumpleaños.

 

(*) En un capítulo anterior, la misma mujer entrada en carnes hace un alegato de como sufren las gordas en los días de viento, que quizás publique más adelante.

 

Fragmento de "La rebelión de las gordas" (o como sobrevivir sin la talla treinta y ocho), un proyecto de libro con el que llevo trabajando desde hace más de un año. Muchas gracias por leerlo y, si os ha gustado, dejad un comentario porque me encantaría saberlo.

 

 

 

¡ÉSTO ES TOMAR EL SOL CON GLAMOUR Y LO DEMÁS SON PUÑETAS!